Cocinando las militancias Culturales
- Agustina Enis
- Nov 23, 2020
- 3 min read
A lo largo de estos encuentros, todxs hemos coincidido en que como artistas necesitamos trabajar y que, en el paradigma capitalista en el que nos encontramos, esto implica ofrecer una experiencia estética como producto o servicio. Es obvio, pero siempre es tema de debate. Pareciera que hay una dicotomía entre arte y trabajo, en la que el lema “por amor al arte” ejerce su influencia.
Nos preguntamos por la noción de “artista”, sus límites, sus ideales y realidades, su metamorfosis cuando se enlaza con conceptos como la vocación, la profesión o el oficio. Nos preguntamos desde qué lugar nos posicionamos en esa dinámica comercial de productos y servicios, qué estereotipos del artista reproducimos en ellos y qué dinámicas capitalistas reproducimos en nuestras prácticas y en nuestros vínculos laborales. ¿Podemos ejercer prácticas que desarticulen la hegemonía del mercado cuando lo cultural y lo económico se ven fusionados? ¿Podemos definir un arte crítico que no reproduzca la competitividad y el disciplinamiento de los cuerpos? ¿El arte puede ofrecer sendas laborales que no se sustenten en el sacrificio y la precarización? Y, sobre todo: ¿tenemos cierta responsabilidad en el modo en el que nos manejamos laboralmente por ser artistas?
Personalísimamente me gusta pensar que sí, que el arte es político y que como artistas ejercemos nuestras acciones individuales políticamente y eso tiene un potencial de transformación colectivo. Esto no significa desconocer las pautas capitalistas que regulan los mercados del arte y la industria del espectáculo, sino salir de la burbuja romántica que ubica el consumo del arte como algo innecesario o superfluo y examinar cómo esta romantización conlleva a la precarización del trabajo artístico. Es poner el foco ahí, ver qué podemos romper, qué podemos proponer y qué debemos demandar. Es deconstruirnos como artistas y reconstruirnos en red.
Cuando llego a este punto pienso en mis círculos más cercanos. Pienso, por ejemplo, en la poca recaudación que suelen obtener mis amigos y amigas músicos cuando comparten sus producciones en plataformas pagas. ¿Cuántas veces pagué por la escucha de sus creaciones? ¿Cuántas veces entré a sus recitales por lista o con un 2x1 teniendo la posibilidad de pagar? ¿Cuánto espanto e indignación suele haber por el costo de una entrada al teatro? ¡Cuando un Casancrem está a 200 pesos!
El eje de la concepción ética del consumo del arte y la percepción sobre su valor está corrido. En nuestro país se suele escuchar la idea de que el arte es un lujo al que no podemos (ni debemos) acceder si no tenemos garantizado lo básico; que somos un país pobre y la cultura debe ser la última de nuestras preocupaciones. Pero bajo esta perspectiva, el arte se termina dirigiendo a una élite que tiene los recursos para consumirlo, tanto económica como simbólicamente. Por su parte el artista debe poner el cuerpo, esforzarse, gestionarse, expandirse y competir por ocupar un lugar privilegiado en el mercado, recibir una beca o bien acabar trabajando de manera precarizada.
El uso de internet y las redes sociales juegan un rol importante en todo esto, ya que si bien se fundamentan en la premisa del pluralismo, la democratización y la libertad, continúan reproduciendo estas desigualdades. Cuando consumimos, intercambiamos y accedemos a contenidos online el límite entre lo gratuito y lo pago, la difusión y la necesidad suele distorsionarse. Sumar todo esto a la situación actual de la cultura en el presente pandémico hace que la discusión sea urgente.
Me interesa salir de este paradigma y pensar las problemáticas de manera integral, ya que bajo la secuenciación aislada y las categorías jerarquizadas, el arte siempre queda al final, y sin embargo el arte siempre está, no puede esperar, no puede contenerse, ¿o acaso se puede pensar una existencia sin arte y sin cultura?. El arte es más que un cuadro colgado en la pared, o una serie de Netflix. El arte nos atraviesa y constituye de una manera mucho más profunda de la que se suele concebir en una frívola lectura. Es una forma de conocimiento que nos permite comprender los códigos, sentidos y valores que determinan nuestra cultura; nos permite abordar y resolver los asuntos de manera múltiple, compleja y autónoma.
Nuestra región se caracteriza por la lucha social, y los movimientos y activismos tienen un peso particular a la hora de transformar la sociedad. Tomo esto como inspiración y pienso en nuestros cuestionamientos y demandas más allá de un premio, una sala, o un subsidio; pienso nuestros debates como un territorio de pensamiento y de creación que puede influir y poner en el debate público estas necesidades y propuestas. Pienso en el arte como acción, como un espacio donde cuestionemos y rompamos los estereotipos que dominan nuestra manera de vincularnos, donde ensayemos lógicas colaborativas, generemos proyectos abiertos a la comunidad y cocinemos las militancias culturales.
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